La fotógrafa, frente al piano, recoge el lineal de teclas en reposo pero también el aura de la música pasada o futura, como si la estela de los acordes hubiera quedado suspendida sobre el teclado. O la de las manos del pianista o la pianista, que aún tiempo después de la ejecución de la pieza han dejado inscrita en el aire el hilo de su curso, de su cadencia, de su velocidad: el trazo de su viaje a lo largo de la cordillera de notas naturales, sostenidas y bemoles. Si entras de noche en el Salón de Música es muy probable que puedas ver el fuego fatuo del teclado. Como una bruma dorada. Descendiendo de la cordillera hacia la meseta del mueble. Como una memoria de oro. En medio del nocturno en que duermen las notas. Sin dejar de resonar. Y así, en el Salón puedes imaginar por su resplandor el tenor de la pieza y su movimiento: la fuente, tu compositor prferido. Esta imagen es como juna ecografía de las armonías. Que con el tiempo y el tempo forman parte de una misma anatomía. Es el piano del Círculo de la Amistad. Y hay también algo, en el dibujo, circular y amistoso. La música permanece en el aire. Su partitura no se borra. Todas las músicas que se han elevado desde las teclas componen una capa de silencio sonoro. Y luminoso. Como en el verso del Preludio de Antonio Machado que unía el grave acorde lento de la música con el aroma.
Fotografía: Teresa Rodríguez
Texto: Bernardo Sánchez
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