La fotógrafa, advertida por el crucero, sigue el horizonte del muro, flanqueado por dos columnas arbóreas, que con su derrame de hojas verdes, era verano, cubren y protegen el campo santo. Componen sus troncos y copas como dos grandes esculturas que lo custodian y honran. Y abrazan su silencio. Pero también lo animan. Una conversación mantenida entre varios siglos. Está el cuadro como en cuesta, de manera que no se ve el punto de su fuga, calle abajo. El blanco de las paredes que se asoman a él provoca un contraluz y abre decenas de ojos cuadrados, a modo de nichos enjaulados, en vertical. La cruz es la parte por el todo, que queda detrás del muro, a pie: el lugar del sueño tranquilo y verdadero que diría el poeta.
Fotografía: Teresa Rodríguez
Texto: Bernardo Sánchez
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