El fotógrafo, en el parque del otoño, pinta este bodegón de hojarasca. El cuadro es de una maravillosa placidez. Liberada también de cualquier tristeza. O de una melancolía tópica. No vemos hojas decayendo, balanceándose como barquitas en el aire, desmayadas, mientas suena un adagio. Vemos una bandada de hojas que antes de besar el suelo, como ya han hecho el resto, realizan escala en el banco, como si se hubieran sentado para descansar, en el banco de una Estación ferroviaria, por donde pasan las temporadas y el convoy del tiempo. Se presenta este grupo de hojas sedentes como charlando entre ellas e incluso mirándonos a nosotros. Esta vez nos han cogido el sitio en el parque. Alguna incluso está retrepada en asiento. Y otra de ellas, la más pequeña e intrépida, intenta una excursión al horizonte del respaldo por su pared izquierda. El coloquio es muy animado, muy vivo, todavía con bordes verdes y el diente afilado. Diríase que están posando para la cámara del fotógrafo. Son veteranas en el parque. Han visto mucho desde la altura de las ramas de la que pendían. Han vivido en un plano de cenital sobre los viandantes. Han sido testigo de sus trayectorias, del ritmo de sus pasos, de las compañías. De hecho, parecen hojas que le hayan salido al propio banco, el árbol de especie más singular de esta plaza. O pájaros, posados sobre las viguetas de madera del mobiliario urbano. Al fondo, desenfocada, una figura sigue este camino de baldosas doradas.
Fotografía: Justo Rodríguez
Texto: Bernardo Sánchez
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