La fotógrafa, atenta a la imaginería esencial, halla en un interior de la Sierra, a este hombre que mesa su cráneo como lo hacían algunos eremitas o santos de nuestra pintura áurea. La misma pose sumida en el pensamiento o en la remembranza. Un cráneo místico y brillante, que se extiende desde el occipital hasta las arrugas de la frente. Que contrasta la luz de su bóveda con la umbría de su base, pasando por la corona de los cabellos, enraizados en la piel de su cuello, del tronco. Y que es sujetado por la mano que lo abarca, y que sostiene todo el peso del tiempo; un tiempo torneado. Es una imposición de manos. La suya propia. Sobre un fondo de bodegón, con amigos o vecinos o apóstoles. En coloquio otoñal.
Fotografía: Teresa Rodríguez
Texto: Bernardo Sánchez